🚀 ¿Cuándo dejamos de entender el mundo?
En algún momento de la historia quienes estudian la realidad y quienes fabrican las metáforas separaron sus caminos. Pero hay quien está tejiendo una ruta de vuelta.
Buenos días, catacrockers:
Mientras leéis esto, yo ya estaré camino de Naukas Bilbao, donde espero reencontrarme con algunos de vosotros este fin de semana después del año en blanco de la pandemia y donde hablaremos, sin duda, de algunas de las cuestiones que trataré en el boletín de hoy. A primera vista puede parecer un poco “chapa”, lo reconozco, pero es mandanga finamente destilada durante muchas semanas de lectura y, si le dedicáis unos minutos, creo que os resultará de interés.
Vamos al lío.
1. Palabras para un misterio
Hay preguntas que le persiguen a uno todo el verano y se las va encontrando aquí y allá en sus diferentes lecturas. La que encabeza esta entrada me asaltó a finales de junio, leyendo el maravilloso libro “Un verdor terrible”, de Benjamín Labatut, una novela muy peculiar protagonizada por los descubridores de las leyes de la física cuántica en la que se mezclan los hechos científicos con la fantasía.
“Dígame, profesor, cuándo empezó toda esta locura”, le pregunta uno de los personajes a Heisenberg a propósito de la complejidad cada vez mayor al adentrarse en el mundo de las partículas subatómicas. “¿Cuándo dejamos de entender el mundo?”.
La parte más elogiada del libro ha sido el primer capítulo, “Azul de Prusia”, en el que Labatut se atiene bastante objetivamente a los hechos, aunque los describe con una destreza literaria abrumadora. La parte que más me interesa a mí, en cambio, es la más atrevida, donde trata de imaginar qué vivieron aquellos días Schrödinger, Heisenberg, Bohr y compañía y qué pasó por sus mentes ante el gran misterio al que se enfrentaban.
Labatut se permite la licencia de convertirlos en personajes de novela rusa, un poco enfermizos y atormentados por sus pasiones, pero resuelve el asunto con maestría y, sobre todo, sin caer en los misticismos simplones en las que suelen caer otros literatos cuando hablan de cuántica. “¿Cómo se puede hablar con sentido de algo tan pequeño?”, asegura en un momento del libro. “El físico - como el poeta - no debía describir los hechos del mundo, sino solo crear metáforas y conexiones mentales”.
Lo que más me interesa de la fórmula que ha ensayado Labatut en este libro es precisamente esa capacidad de la buena literatura de poner palabras a cosas que a los físicos les cuesta mucho describir, y la posibilidad de utilizar este talento para abrir nuevos caminos y encontrar mejores metáforas. “Para mí la literatura y la ciencia y todo lo que me interesa son formas de dotar al mundo de sentido”, explicó el autor en la interesante presentación del libro con Ignacio Echevarría, de Anagrama. Y añadió:
“El amorío de la ciencia con el misterio es el mismo que tiene la literatura para el misterio. La ciencia ilumina una parte del mundo y va oscureciendo otra. […] La ciencia es como que prende una luz, una antorcha, en una cueva, te deja lo que hay a tus pies, puedes ver lo que alcanza la luz, pero también te muestra la negrura, todo el vacío que te rodea, y yo siento que ese vacío que te rodea, lo que está más allá, eso es lo que estudia la literatura, ahí hay un campo muy fértil, no es pisarle los pies a la ciencia, no es ponerle palabras a lo que no se puede empalabrar, no? Yo creo que a la gente que niega el saber científico le da un poco miedo, no la luz que somos capaces de sostener, sino al negrura que nos muestra nuestra ignorancia, la fragilidad…”
2. Los hechos que se quedaron sin relato
En otro de los libros que he disfrutado en verano, “Waters of the world”, la historiadora Sarah Dry recalca el pequeño cambio que el científico inglés John Tyndall y otros contemporáneos introdujeron en su forma de contar sus investigaciones.
En su libro “Los glaciares de los Alpes”, de 1860, Tyndall separa la “narración” (la parte donde cuenta sus increíbles aventuras en las montañas) de la “ciencia” (donde describe sus conclusiones sobre la luz y el calor, el origen de los glaciares, etc.). Tal vez por un miedo recién nacido a que sus colegas no le tomaran en serio si lo subjetivo aparecía en la descripción de sus experimentos, como hasta entonces habían hecho con fruición Goethe o Humboldt.
La figura de Tyndall - junto a sus predecesores en la Royal Institution, Humphrey Davy y Michael Faraday - tuvo un papel fundamental en la popularización de la ciencia y Sarah Dry describe la animadversión que este gusto por trasladar sus investigaciones al gran público despertó en otros científicos de la época. Como James Clerk Maxwell, quien se dedicó a difamarle en sus círculos e incluso le dedicó unos versos satíricos en los que le describía como “un fanático” subido en la tarima ante multitudes bien vestidas y mendigos que esperaban a la puerta.
¿Fue así como los papers científicos comenzaron a convertirse en un compendio de datos y métodos impenetrable para el no especialista? ¿Fue aquí donde empezaron a separarse los dos mundos? 🤔
3. El Club de los desayunos filosóficos
Si hay alguien que ha indagado en ese momento de división entre la ciencia y las artes esa es la historiadora Laura J. Snyder, cuyo libro “El Club de los desayunos filosóficos”, escrito en 2011, se acaba de publicar en español por Acantilado. El libro arranca con la famosa sesión de 1833 de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia (BAAS) en la que el poeta Samuel Coleridge pidió que se dejara de llamar “filósofos naturales” a quienes hacían experimentos y se manchaban de barro y William Whewell propuso formalmente el uso de la palabra “científico”.
He tenido la suerte de charlar con Laura en profundidad y el resultado lo podéis leer en la entrevista que he publicado este jueves en Next: Laura J. Snyder: “La gente tiene miedo a no entender la ciencia”. Entre otras cosas muy interesantes, me cuenta:
“Para mí la mayor división se produce entre el público general y la ciencia, en el sentido de que la gente tiene miedo de no entender la ciencia y creen que necesitan clases de matemáticas y física cuántica para entender algo. Creo que eso no es verdad […] Contar buenas historias es fundamental para acercar la ciencia a la gente.
Y si tiene que situar ese momento en que “dejamos de entender el mundo” o la ciencia, más allá del proceso de profesionalización en el siglo XIX que describe en su libro, Laura Snyder señala a Maxwell y el trabajo con el que convirtió en matemáticas las líneas de fuerza de Michael Faraday.
“Este último había representado estas fuerzas con una serie de dibujos que eran fáciles de entender, al menos fáciles de asimilar. Pero Maxwell ‘matematizó' todo eso en ecuaciones y en aquel momento incluso algunos matemáticos de Cambridge eran incapaces de seguirle, no digamos ya el gran público. Si hubiera que situar un momento en el que nos empezamos a quedar sin metáforas, sería este”.
Luego vendría todo el mogollón de cambios en la física atómica a principios del siglo XX, pero es un interesante punto de partida, ¿no?
Leer la entrevista: Laura J. Snyder: “La gente tiene miedo a no entender la ciencia” (Next)
4. La red que teje el conocimiento
Un par de apuntes más y terminamos.
Esta vez sobre dos lecturas de verano que curiosamente se entrecruzan, “La red oculta de la vida” de Merlin Shaldrake y “Bajotierra”, de Robert MacFarlane que ya mencionamos aquí.
MacFarlane describe el trabajo de Sheldrake en sus páginas después de presenciar personalmente cómo estudiaba las redes de conexiones de los hongos con las raíces de los árboles. En la época en que investigó en Costa Rica, le contó Sheldrake, coincidió con una serie de científicos que utilizaban métodos de lo más curioso para encontrar respuestas a sus investigaciones: uno recolectaba orina de los monos con embudos para estudiar la “hipótesis del mono borracho” y otra afeitaba un poco a los abejorros para colocarles dispositivos de rastreo.
Y en aquel caos creativo, surgieron algunas de las mejores ideas para su propia investigación, dice Sheldrake:
“Me he propuesto una cosa- dice Merlin -: cada vez que publique un artículo científico formal, escribiré su gemelo oscuro, la otra cara, la verdadera historia de cómo conseguí en realidad los datos del artículo, hipótesis, prueba o demostración en cuestión tan limpios y estupendos. Quiero hablar de la casualidad, de los abejorros afeitados, de los monos meones, de las conversaciones de borrachos y de los reveses que son los que de verdad hacen posible la ciencia. De eso está hecha la loca y espumante red que interconecta y en la que se apoya todo el conocimiento científico… pero de la que nunca se habla”.
Como sabéis, eso es lo que intentamos hacer los que comunicamos ciencia. Tratar de poner los descubrimientos en contexto y ordenarlos dentro un relato que permita entender a qué desafío se enfrentaban sus autores y qué factores intervinieron. Hay mucha gente, científicos incluidos, trabajando en volver a juntar estos dos mundos. Porque, a fin de cuentas, evolucionamos para entender lo que nos rodea a través de metáforas y buenas historias. Y en esa aventura estamos* ;)
* Por cierto, si has llegado hasta aquí, aprovecho para comentarte que mi próximo libro, en el que trabajé durante los últimos cinco años, verá la luz en febrero de 2022. Y es el libro más bonito del mundo, ya os lo digo 😊
Gracias por haber aguantado mi extensa disertación de hoy. Ojalá os sirva para abrir ventanas a nuevas lecturas y a seguir vuestro propio camino.
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Antonio Martínez Ron, periodista científico y escritor
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