Buenos días, catacrockers:
Observen al tipo de la foto. Se llamaba William L. Laurence y durante años fue considerado uno de los pioneros del periodismo científico en Estados Unidos. “Como verdaderos descendientes de Prometeo”, proclamaba, “los comunicadores de ciencia [science writers] toman el fuego del Olimpo científico, los laboratorios y las universidades, y descienden con él para dárselo a la gente”.
Como reportero estrella del diario The New York Times, Laurence ganó dos premios Pulitzer a lo largo de su carrera: el primero antes de la II Guerra Mundial, por su cobertura de los grandes avances científicos, y el segundo por su relato de primera mano del “Proyecto Manhattan”, que le permitió ser el único periodista presente en la primera prueba nuclear ‘Trinity’ en julio de 1945 y testigo directo del bombardeo sobre la ciudad de Nagasaki menos de un mes después.
Su calidad de reportero “empotrado” en el Ejército de Estados Unidos le colocó en un lugar privilegiado para seguir numerosas operaciones. En aquellos años su presencia junto a las autoridades militares, incluido Robert Oppenheimer, era tan frecuente que se ganó el sobrenombre de “Atomic Bill” entre sus colegas del diario.
Con el tiempo, Laurence ascendió hasta el puesto de editor jefe de ciencia en el periódico y empezó a llevar vida de millonario. Él y su mujer se convirtieron en el centro de numerosos eventos sociales en su casa del Upper East Side de Manhattan, una de las zonas más caras de la ciudad. Laurence no solo se consolidó como una de las mayores influencias para las siguientes generaciones de comunicadores de ciencia, que copiaron algunos rasgos de su estilo, sino que, según los historiadores, sus reportajes dominaron la cobertura de la “Era Atómica” (como él la bautizó), puesto que muchos periódicos nacionales reprodujeron sus crónicas. Para la sociedad estadounidense Laurence era un hombre respetado y admirado, prácticamente un héroe.
Varios años después de su muerte, en 1977, la figura de “Bill, el atómico” empezó a ser puesta en duda por los claroscuros que arrojaba su relación simultánea con el New York Times y con el Ejército de Estados Unidos, y el evidente conflicto de intereses. En un libro recién publicado, el historiador Alex Wellerstein afirma que Laurence fue “un cómplice voluntario del proyecto propagandístico del gobierno”. Durante los años en que informaba para el New York Times estuvo cobrando a la vez dinero del ejército y hoy hay pruebas de que colaboró con los militares para encubrir algunos hechos. Durante el ensayo nuclear de “Trinity”, por ejemplo, al que acudió con la condición de no revelar nada en aquel momento, Laurence colaboró con el Departamento de Guerra escribiendo una nota de prensa en la que se atribuía la explosión, presenciada por múltiples testigos, al estallido de un depósito de municiones.
Pero el hecho más grave fue su colaboración activa para ocultar la verdad sobre los efectos de la radiación en las víctimas de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. El 12 de septiembre de 1945 publicó en la primera página del New York Times una información que afirmaba que las muertes se habían producido por efecto de la explosión, nunca de la radiación, y que las informaciones que decían lo contrario eran producto de la propaganda japonesa. Durante todo aquel tiempo, Laurence compró la versión de sus pagadores, con el general Leslie R. Groves a la cabeza, quien no solo lideró una campaña para censurar las informaciones sobre el horror de las muertes producidas tras las dos bombas atómicas, sino que llegó a decir primero que uno podría “vivir para siempre” entre los restos de la explosión de Hiroshima (citado por Laurence en un reportaje) y más tarde que aquella era “una forma muy placentera de morir”.
En 2004, los periodistas Amy y David Goodman pidieron al comité del Pulitzer que retirara el premio a Laurence tras conocerse que había colaborado a activamente en ocultar los efectos de la radiación.
Ahora fíjense en este otro tipo:
Se trata de Charles H. Loeb, un reportero negro mucho menos conocido que Laurence, pero cuyas informaciones como corresponsal de guerra tuvieron un gran seguimiento entre la comunidad afroamericana. Acompañando a las tropas estadounidenses que avanzaban hacia Japón desde Filipinas, Loeb publicó en octubre de 1945 un reportaje en el Atlanta Daily World y otros periódicos en el que revelaba los terribles efectos de la radiación de las dos explosiones. En el artículo citaba al médico jefe del proyecto Manhattan, el coronel Warren, quien afirmaba que “una sola exposición a una dosis de radiación gamma (de efecto similar a los rayos X) en el momento de la detonación” era el origen de los “espantosos males” que presentaban centenares de supervivientes de la explosión de los que hablaban los testigos. Y desvelaba una información muy incómoda para el Gobierno que respaldaba la posición de algunos líderes de la comunidad afroamericana que sostenían que había un componente racista en el ataque con la bomba atómica a las dos ciudades japonesas.
La historia la recogía este lunes el propio The New York Times, en un artículo titulado “The Black Reporter Who Exposed a Lie About the Atom Bomb” (El reportero negro que reveló una mentira sobre la Bomba Atómica) en el que se cuentan los detalles de aquel intento de los militares por imponer una verdad oficial y sepultar lo que ocurrió. Como si tratara de enmendar el error histórico, y aprovechando la publicación de un par de libros sobre el tema, el diario neoyorkino también publica un perfil muy crítico con la figura de Laurence (Bill, el atómico) titulado How a Star Times Reporter Got Paid by Government Agencies He Covered (Cómo un reportero estrella del Times fue pagado por las Agencias del Gobierno cuya información cubría).
Y ese “cubría” tiene un maravilloso doble sentido.
…
Aunque los dos artículos del New York Times son muy completos, yo conocía la historia de Laurence por un extenso reportaje de Mark Wolverton en Undark Magazine en 2017 (‘Atomic Bill’ and the Birth of the Bomb) que ayuda a comprender mejor las sutilezas del asunto. En él se puede leer a quienes defienden que Laurence hizo un servicio a la patria en un momento en el que el país, y el mundo, se jugaban el todo por el todo, la forma en que el diario y el periodista hicieron una especie de desvinculación formal para evitar acusaciones de conflicto de intereses, que a Laurence no le dejaron bajar al terreno en Nagasaki para evitar que viera la realidad y que el reportero fue investigado por el FBI en un par de ocasiones por si estaba publicando información reservada.
En resumen, que no todo es siempre tan sencillo.
Pero del artículo me quedo con las reflexiones de Wolverton que afectan a los que practicamos este oficio del periodismo científico.
“Probablemente nunca sabremos hasta qué punto William Laurence fue captado, comprometido o corrompido por sus conexiones e implicaciones militares y gubernamentales”, escribe. “Lo que está claro, sin embargo, es que permitió que su sentido del asombro abrumara su conciencia […] Laurence anestesió el pavor que había sentido y advirtió mucho antes que cualquiera de sus colegas simplemente engañándose a sí mismo. Aquellos de nosotros que somos sus herederos debemos cuidarnos de caer en la misma trampa”.
Pues eso. Que pasen ustedes un feliz martes :)
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